Si menciono a Anna Tarrés, a todos nos vienen las mismas imágenes a la cabeza: gritos, “insultos”, humillación, llantos…pero realmente esta historia (sea verídica o no), ¿nos sorprende tanto?. Con ello no pretendo justificar este tipo de comportamiento ni asociarlo al deporte en general, sino hacer una reflexión sobre lo que algunos llaman exigencia, y los del lado opuesto, humillación.
Yo misma he competido siendo niña (a no tan alto nivel) y he sentido sobre mi nuca la presión de una entrenadora con un alto grado de exigencia, sus gritos, sus miradas, sus palabras, sus medidas para acabar con la falta de elasticidad o sus manotazos por no estirar bien las puntas. Yo misma he trabajado en una organización con una cultura propiamente agresiva y, en consecuencia, un manager cuyo discurso era justificado por ser altamente exigente. Yo he sudado, he sufrido, he apretado los dientes, he tirado para adelante y, ante todo, he aprendido y he mejorado.
Pero en qué momento lo que hacemos ver como exigencia termina convirtiéndose en humillación. Cuando una persona soporta un elevado grado de exigencia y le cuesta tolerarlo, puede tener consecuencias nefastas sobre su autoestima, más aun cuando no consigue los resultados que se esperan de ella, lo que puede afectar seriamente a su salud.
En este escenario se dan dos condiciones: el funcionamiento del equipo requiere un alto rendimiento y el propio líder/entrenador adopta una postura más autoritaria y estricta de cara a alcanzar unos resultados y un nivel de excelencia determinado. Este panorama no tiene por qué traducirse en una situación desagradable o negativa, sino más bien puede resultar lo contrario. Claro está, dependerá de la gestión del propio líder.
Porque, recordemos, ser exigente no es faltar al respeto, no es insultar, no es controlar ni anular a una persona. Ser exigente implica establecer unos objetivos ambiciosos pero siempre alcanzables. Es hacer que la persona evolucione, crezca y mejore, pero sin dañar su autoestima y sin olvidar la importancia de la empatía. Ser exigente supone ser firme, pero no inflexible y frío, requiere entender y conocer las capacidades de cada uno y aceptar las limitaciones y los errores. Ser exigente requiere de tolerancia al fracaso, sin olvidar el reconocimiento al esfuerzo y al éxito.
Si no reunes las condiciones anteriores, piensa que las consecuencias de una conducta inflexible y sin conciencia pueden generar humillación sobre los miembros del equipo y, por lo tanto, los resultados estarán entonces lejos de lo que se esperaba.
Rodearnos de líderes exigentes nos ayuda a dar lo mejor de nosotros mismos, a ser más eficientes, a cambiar nuestra estrategia para mejorar los resultados, a aprender, a tener mayor seguridad en uno mismo y a creérnoslo. Pero con un sólo paso se puede franquear la barrera de la humillación, cuando el poder sobre el rendimiento de esa persona es total y los resultados esperados no tienen en cuenta los recursos disponibles ni las limitaciones. La humillación no saca lo mejor del equipo, la humillación anula la autoestima y hace que la motivación se convierta exclusivamente en obligación, llegando a traducirse en miedo y haciéndonos perder nuestra propia dignidad y confianza.
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